Un no-ensayo corto sobre la Inca Kola aprobada por la gente saludable
No recuerdo muchos lugares, ni tampoco muchas voces. Mi memoria es portuaria en su resolución. Pero es más fácil recordar lo depresivo antes que lo feliz. Entonces, mi cerebro, normalmente en siesta, recibe una lucidez solo vista en Windows XP.
Me veo ahí, al frente de la máquina de gaseosas. El día es preferible no contarlo. La hora, sagrada en la costumbre católica. Una extranjera parada deduciendo el difícil arte de distinguir 5 soles y billetes de 10. Así que me toca a mí dar el paso valiente. "En avant, toujours en avant" hubiera dicho Jorge Chávez. O no. No sé. No sé francés.
Meto mi sagrada moneda de 5 soles, la única que me quedaba luego de mi agónico regreso de Santiago, en dónde tiré a su suerte mis ahorros por una esperanza a que alguien me dijera que me quiere, porque dentro de mi ironía al final sigo siendo un pez ahogándose en sueños aéreos.
Solo quería una Inca Kola. Nada grande. Nada pomposo. La felicidad al final es todos los dulces comprados y todos los tratamientos dentales costeados.
Pero ni eso conseguí. En cambio, a mi boca cayó la versión corporativa del "cdt" de la mensajería instantánea en español.
¿Por qué la salud y el bienestar sabe a mierda? Lemmy decía que vivimos en un mundo en dónde todo lo bueno está prohibido, y cuando veo los octógonos, su palabra de drogadicto me cae como un baldazo de agua fría. El Ministerio de Salud no solo arruina vidas a través del seguro social, sino también a través de sus malditos estándares.
Qué chucha le importará a la corporación Lindley si me muero de cáncer o una condición surgida de mi hipotética diabétes. Quizá hasta tendría la oportunidad de entrar en una especie de Make-A-Wish para adultos, en dónde me permitirían disfrutar de mi sueño de ser un paquete en la faja de las maletas del aeropuerto. Pero mis sueños son truncados por una cagada de gaseosa que sabe a todo lo que detesto de la época actual: El sentirse seguros y el temor a lo que se viene.
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