La epistemología del pato asado

Mis primeros recuerdos de comida china en Lima no estuvieron asociados al sabor, sino más bien a la fascinante posibilidad de poder compartir esa cena tardía con una buena partida en un Nintendo 64 para las masas, ubicado en el chifa de mi infancia. Ya desde esos tempranos pininos podría haber observado, si hubiera querido, el rasgo intelectual de estas visitas. Sería a ritmo de lloriqueos, que hubiese logrado la titánica labor de memorizar la tabla de multiplicar, gracias a un poster que fue obsequiado por ese mismo chifa que me hacía caer en el vicio.

Y si hubiera sido algo más adivina, quizá me hubiese dado cuenta que el chifa siempre iba a estar ahí, como agente intelectual en mi vida, así como en esos lejanos días de vacaciones me enseñó a multiplicar. Pero el Nintendo 64 simplemente alejaba mi mente de cualquier pensamiento profundo que podría tener relacionado con comida china.


Cuando nos mudamos, ya no regresé a ese chifa de mi infancia, y me dejó de interesar ese tipo de comida. Sin el videojuego, el chifa se volvía sinónimo de comida seca, con poco sabor y repetitiva. Quizá eso haya sido culpa de mi inocente familia, que lejos de separarse de la norma, siempre pedía únicamente arroz chaufa con esos tallarines inombrables que no me auguraban nada bueno una noche del domingo. Si lo sobreanalizo, quizá lo llegue a relacionar a cartulinas no compradas y láminas Huascarán de última hora, pesadillas propias de la escuela.

Pero los años y la madurez hacen que uno no solo sea más sabio con sus decisiones, sino también con su comida. Y luego de diez años de letargo, mi paladar volvió a sentir algo por el chifa. Puede que este redescubrimiento chino haya estado asociado a un amor desenfrenado a bebidas azucaradas que rinde tributo a un residuo humano líquido. Puede ser. 

Empero, esta reconquista, así como en mi época escolar, también vino con una cuota intelectual. En verano, mi madre y yo teníamos la costumbre de ir a la feria de libros en jirón Amazonas, a comprar aquellos libros que ya pocos quieren, aquellos otros que nacieron como mellizos o aquellos que algunas personas robaron de la biblioteca de su colegio y ya no sabían qué hacer con ellos. Luego de pasear por galerías de parias literarios, la visita terminaba en un chifa, con un min pao en mano y una conversación acerca de los libros comprados. Ese mismo chifa también me vería en un momento oscuro de mi vida, en dónde no veía ningún avance en mis aspiraciones personales. Entonces, el chifa se convirtió también en una fuente de consuelo, y si bien mi cara pudo haber dado un sabor algo amargo al min pao, al final uno salía más ligero, habiéndose confesado al costado de un montón de patos colgados y sasonados.

Con el paso de los años, mi independencia económica me llevaría a tener mis propios descubrimientos culinarios. Y la comida china, además, acompañaría mis aventuras intelectuales más intrépidas. Sartre tenía su café "fancy" en medio de París. Yo tenía el chifa al frente de Arenales, dónde me explicaron por qué mi ingesta de bebidas gasificadas no tenía conclusiones científicas claras. En Cercado de Lima, jirón de la Unión, me iluminarían acerca de los peligros del populismo de ultra-derechas. Fue en San Luis, al frente del chaufa especial, dónde aceptaría mi destino de quedarme en Perú a proseguir en mis estudios de biología molecular. Fue con un chaufa aleatorio de Benavides dónde, luego de un congreso de ciencias exitoso, dónde ponderaríamos acerca de la futura colonización humana del espacio, y las oportunidades que ofrecía la biología noruega. Fue con el chi jau kay humeante por una avenida miraflorina que me daría cuenta de la aceptación pseudocientífica de las teorías de Feyerabend.

Quizá lo que une a todas estas experiencias sea el espíritu y la billetera juvenil. En el primer caso, porque hay un deseo por aprender. Y en el segundo, porque hay un estómago que llenar con bajo presupuesto. Quizá el chifa haya llegado a ser el verdadero agente demócrata en un país desigual, plagado de barreras de clase y de raza. Quizá, así como el fútbol, el chifa rompa dichas barreras, en un momento único dónde todos hemos experimentado chaufas y tallarines y podemos compartir nuestra experiencia en ello, que nos obliga a hablar y a hablar, hasta que trascendemos a un nuevo plano en la discusión. 

De pronto, se me ocurre que hay algo acerca de un ambiente oscuro, de las sillas comodoy negras altas, de las farolas rojas y de las pinturas de los niños gorditos en traje tradicional que atrae el intelecto juvenil, y los obliga a sentarse, a compartir y a ponderar todo ello que se nos niega en nuestro día a día por las imposiciones laborales que nos restringen a pensar en normas y procedimientos. 

De pronto, el chifa se vuelve la salida de la alegoría de la cueva platónica. 

La epistemología del pato asado llega, entonces, a esas dimensiones poco exploradas de la mente humana, nos obliga a abrirnos y a contar lo que se nos pasa por la mente, acompañados del aroma inconfundible de la sazón cantoneso-peruana y el ruido de tenedores y cuchillos. Se vuelve este lugar mágico dónde podemos, por un momento, dejar de ser nosotros, los seres funcionales. Pasamos a ser teorías y pasiones, anécdotas y consejos.

¿Y es que acaso no es apropiado que los momentos de intelectual en el Perú se den en un chifa? 

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